viernes, 6 de abril de 2007

Y un suicidio lamentable

Al hablar en la entrada anterior de un (deseable) suicidio, me he acordado de uno digno de lamentar (que no de condenar), el del escritor austriaco Stefan Zweig, cuyo autobiográfico "El mundo de ayer. Memorias de un europeo" se encuentra entre los mejores libros que he leído. En él, Zweig repasa el periodo comprendido entre su infancia en la Viena decimonónica y su partida al exilio en los prolegómenos de la Segunda Guerra Mundial, obligado por su condición de judío.

No le quedó mucho más que contar, ya que puso fin a su vida en 1942, incapaz de soportar el derrumbe de ese "mundo de ayer" al que hace referencia el título. O, como escribe en el prefacio de esta obra, después de haber sido "testigo de la más terrible derrota de la razón y del más enfervorizado triunfo de la brutalidad". O, más aún, como reza una de las notas encontradas junto a su cadáver:

(...) ahora que el mundo de mi lengua madre ha perecido y Europa, mi hogar espiritual, se destruye a sí misma (...). Comenzar de nuevo requeriría un esfuerzo inmenso cuando he alcanzado los sesenta años. Mis fuerzas están agotadas por los largos años de peregrinación sin patria. Así, juzgo mejor poner fin, a tiempo y sin humillación, a una vida en la que el trabajo espiritual e intelectual ha sido fuente de gozo y la libertad personal, mi posesión más preciada. Saludo a mis amigos. Quizá ellos vivan para ver el amanecer tras la larga noche. Yo estoy demasiado impaciente y parto solo”.

Realmente no partió solo, porque su segunda mujer se suicidó también, abrazada a él. Y él murió como el señor que había sido toda su vida: con humildad y sin dramatizar, dejando incluso dinero y una carta de disculpa para su casera por las molestias que su decisión pudiera causarle.

En cualquier caso, volviendo al libro, no es una autobiografía al uso. Lo que hace el autor es servirse de su propia vida para describir la Europa de su época, que es la verdadera protagonista, y, sobre todo, para descubrirla, para desentrañar qué éra y qué representaba. Como afamado escritor, Zweig se codeó con las figuras más destacadas de la intelectualidad continental, y es en lo que llama "la fraternidad espiritual" de todas ellas donde descubre el ser europeo.

Ahora que cada cumbre de la UE termina en fracaso porque nuestros representantes son incapaces de ponerse de acuerdo sobre qué coño es esto de Europa más allá de un mercado común, no estaría de más que se leyeran "El mundo de ayer", a ver si se les pega algo y no ponen esa cara de idiotas desorientados en la próxima foto conjunta.

Que nadie crea, sin embargo, que éste es un libro político. Se trata de una amenísima narración -porque Zweig es un maestro en la materia, dotado como pocos de ritmo y precisión lingüística- en la que intercala reflexiones sobre todo tipo de cuestiones: el paso de la infancia a la adoslescencia, el desarrollo personal, las costumbres sociales, el papel de la literatura, la condición de refugiado... Aunque lo leí hace un par de años, recuerdo, por ejemplo, su crítica a la enseñanza oficial por su incapacidad para formar a las personas con una humanidad que él sí encontraba en los cafés vieneses, su confrontación entre el alborozo con que fue recibida en la capital austriaca la Primera Guerra Mundial y, una vez conocida de cerca su brutalidad, la tristeza generalizada de la posguerra, su anécdota de cómo quedó fortuitamente encerrado en el estudio de Rodin sin que éste lo advirtiera, con el consiguiente privilegio de asistir en directo al proceso creador del escultor...

Una obra muy recomendable, en fin, que, como escribió un crítico literario, produce un efecto curioso: cuando uno termina de leerla, le entran unas ganas irrefrenables de invitar a un café a su autor.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Al hilo de "Apuntes vacacionales", "invitación a un suicidio" y "Un suicidio no deseado", tengo un comentario sobre algo que me ha pasado estas vacaciones. Espero no aburrir.

Mi musa rubia, unos amigos y quien escribe hemos estado en la costa almeriense, por la parte de El Cabo de Gata. El mal tiempo nos obligó a mi novia y a mí a buscar planes alternativos a la playa (sí, nos gusta la playa, ¡qué pasa!) Uno de ellos consistió en conducir durante tres horas hasta Balsicas, (Murcia, por la zona de Torrepacheco, San Javier, pero más hacia el interior) para llegar hasta "La Maraña", la finca de mi abuelo en la que pasé todos los veranos de mi infancia hasta que cumplí 14 años (terminó vendiéndose por problemillas de pasta). Era algo que tenía pendiente desde hace años: volver allí, reencontrarme con mi particular magdalena de Proust, llorar el paso del tiempo, lamentar la muerte del niño que fui... lo que viene siendo una autoflagelación existencial, vamos.

El olor de los pinos, el canto de la cigarra, las vastas extensiones de almendros, incluso pensé (pobre iluso) que sería capaz de recordarnos a mí y a mis hermanos jugando a las guerras, bañándonos en la alberca, cazando lagartijas, plantando árboles con mi padre, , etc., así que el plan prometía, por lo menos hasta que empezamos a llevarlo a cabo.

En llegando, lo primero que me sorprendió fue que la antigua carreterica que llegaba a La Maraña se ha convertido en una autovía de tres carriles/sentido y nombre estúpido, tipo AP-456, así que para llegar hubimos de pagar a un taxista (¿taxista en Balsicas?) a fin de que nos guiara. Según nos acercábamos, reparé en que lo que antes eran campos de frutales, almendros y olivos ahora son invernaderos, con sus hermosos plásticos. Algunos estaban abandonados, lo cual daba al paisaje una imagen de post-holocausto nuclear tipo Chernobil. Además, los amables murcianicos que trabajaban la tierra cuando yo era niño han abandonado el campo. En su lugar, ahora hay agricultores moros. Salen de todas partes. Lo juro. En bici, a pie, en un Mercedes 300 D de 1985… Levantas una piedra grande y ¡zás!, aparecen varios. Y eso, qué quieres que te diga, a mí me mola menos, soy así de racista.

Pero lo mejor estaba por llegar. Para empezar, los caminos en los que mis hermanos y yo fijamos nuestras huellas antaño ahora son de asfalto. La casa y sus aledaños han sido absolutamente reformados sobre la base de los cánones mediterráneos. Para verla tuve que encaramarme a una valla de dos metros de altura que delimita, cual fortaleza de los Roca, el perímetro. Lo que antes era una casa de campo del siglo XVII ahora es un chalet de playa. Lo que antes era un pinar cuasi-salvaje es ahora un jardín abarrotado de farolas, caminitos de pizarra y, sobre todo, palmeras, muchas palmeras. La alberca, que nosotros usábamos a modo de piscina, es una puta pista de tenis, y los árboles de mi padre -se pasó media vida regándolos, malditos sean- han sido aniquilados.

Era el mundo de ayer, Otis, mi mundo de ayer, que se había muerto. Todo lo nuevo era como un gigantesco ataúd. Salvando las distancias, y con el debido respeto, ¡qué comprensible es la solución que tomó Zweig! Dice el poeta que “somos el tiempo que nos queda”. Pero yo, con toda la humildad, me atrevo a corregirle: SOMOS EL TIEMPO QUE HEMOS SIDO.

Lo leeré.

Abrazos.

Clot

Otis Driftwood dijo...

Gracias, Clot. !Aportaciones así hacen emocionante esto de tener un blog!