lunes, 9 de julio de 2007

La que se nos viene encima

Leyendo que el zoo de Madrid contará con dos nuevos ejemplares de oso panda a partir del próximo mes de septiembre, he recordado cuando, a la muerte de su antecesor Chu-Lin, algún amigo me llamó para felicitarme. Porque yo odiaba a aquel oso, en un claro ejemplo de fobia visceral que me resulta difícil de explicar. Quizá lo que realmente me sacaba de mis casillas era el estrellato del pobre bicho y la tontería generada a su alrededor, empezando por su congénere Álvarez del Manzano, esa especie de Yogui trajeado que los madrileños padecimos como alcalde durante tanto tiempo.

El caso es que ibas al zoo y éste giraba en torno al puto Chu-Lin, que tenía la jaula más grande, mejor acondicionada, más estratégicamente situada y, por supuesto, con mayor número de visitantes de todo el recinto. Y al oso todo aquello se la sudaba a dos manos, dedicado a comer bambú con aire cansino y a rascarse la prominente barriga. Entretanto, compañeros mucho más pizpiretos y agradecidos que él, como los babuinos onanistas, los gorilas sacamocos, las simpáticas jirafas o los elefantes comedores de cacahuetes -junto al inevitable cartel de “Por favor, no alimenten a los animales”, que todo el mundo se pasaba por el forro- languidecían sin que nadie les prestara la suficiente atención. La tontería llegó a tal extremo que, cuando Chu-Lin se fue al cielo de los pandas, se recaudaron fondos para erigirle una estatua y se editó el sin duda fascinante libro “Chu-Lin, el panda de España”, que, de no haber palmado, le habrían llevado a firmar a la Feria del Libro.

Soy de los que opinan que lo mejor que puede pasarles a los animales es estar lo más lejos posible de los seres humanos. Dicho lo cual, entiendo que hay numerosas excepciones -domesticación desde hace milenios, riesgos de extinción, etc.- que hacen necesaria la supervisión humana. Y, por lo que leo en Internet, parece que en una de estas situaciones se encuentran los osos panda, ya que sus ejemplares macho presentan, atención, “pereza sexual”. En otras palabras, que pasan de follar como de comer paella y hay que animarlos. En un zoo de Tailandia, por lo visto, han probado hasta con vídeos porno, pero ni por esas. ¿Puede haber un animal más tonto?

Creo, pues, que no odiaba al pobre Chu-Lin, que bastante tenía con lo suyo, sino lo que representaba. Como odiaré la que se montará cuando lleguen sus dos compatriotas a morirse del asco en Madrid. Se harán gorras y camisetas con su efigie, figurarán en las guías turísticas de la ciudad junto al Museo del Prado o el Palacio Real, poblarán carteles y vallas publicitarias... y ellos seguirán allí, impasibles, comiendo bambú y follando menos que el Fary en el Cielo.

martes, 26 de junio de 2007

Expresiones y palabras odiosas (II)

Me cuenta una compañera que el otro día estuvo en Leroy Merlin, un sitio que me prohíbe mi religión, y oyó a un tipo dirigirse a su mujer, novia, pareja, compañera sentimental o como coño se considere a sí misma esta fauna, con el cariñoso apelativo de “Chocho”. Y que la interfecta, lejos de crucificarlo con los primeros tableros contrachapados “córtelos-usted-mismo-haciendo-cola-delante-de-un-mostrador-en-el-que-no-hay-nadie-atendiendo” que tuviera a mano, le siguió el rollo como si tal cosa. Así que heme aquí con una segunda lista de expresiones y palabras odiosas, continuación de la iniciada en abril.

- “Chocho”.
La crucifixión sin tortura previa me parece benevolente para un hombre que se dirige con este apelativo a una mujer. ¿Qué tal someterle a una charla con Sánchez Dragó sobre la metonimia como figura retórica consistente en la denominación de la parte por el todo?

- “Estoy de lunes”.
Pues muy bien. ¿Y? ¿Quieres decir que estás amargado porque se ha acabado el fin de semana y tienes que retomar tu patético trabajo? Pues dilo, hombre, dilo, que hay tiempo. No sé por qué, pero la expresión “estar de lunes” me repatea. En todo caso, sería mucho más conveniente “estar de domingo por la tarde”, en alusión a ese estremecedor momento del fin de semana en el que, de repente, te vuelves consciente de estar atravesando la frágil y tenebrosa frontera que separa la felicidad dominical del sinsentido laboral.

- “El fútbol es así”.
La actividad de once multimillonarios en calzoncillos dándole patadas a un balón frente a otros once multimillonarios en calzoncillos no debería dar para mucho. Sin embargo, llena, a diario, cientos de páginas y de espacios radiofónicos y televisivos. Y claro, las conclusiones a las que acaba conduciendo son tan fascinantes como esa: “el fútbol es así”. Y el tenis asá y el piragüismo acullá, digo yo.

- “Pues, si aquí hace este calor, en Madrid se estarán asando”.
Es una expresión muy madrileña. Mejor dicho, muy de los madrileños que se van de vacaciones a la playa y, comentando las altas temperaturas en ésta, tienen un entrañable recuerdo para aquellos de sus conciudadanos que siguen descornándose en la capital. En otras palabras, “Jódete, que hace un calor infernal y yo estoy en la playita mientras tú curras”.

- Cosillas de curas y el más allá.
Me refiero a todas esas expresiones que utilizan los curas en funerales y entierros para consolar a los familiares del difunto, resumibles básicamente en que "se ha ido a una vida mejor”. Aunque soy ateo, respeto enormemente la religión católica, en tanto que me reconozco parte de, entre otras, su herencia cultural. Pero, !ay, ese estúpido consuelo! El escritor C.S. Lewis -un autor cristiano, por otra parte- escribe en su libro “Una pena en observación”, dedicado a la muerte de su mujer y en el que se basa la película “Tierras de penumbra”, que le resulta imposible creer que su compañera de tantos años no haya sufrido al separarse de él, por muy estupendo que sea su nuevo “hogar”. Cuestión difícil de entender para un cura, supongo, por aquello del celibato. Además, si el otro mundo es mejor que éste, no suicidarse sería de tontos, ¿no?

jueves, 21 de junio de 2007

Deconstruyendo tortillas

Ferrán Adriá es a la gastronomía lo que muchas vanguardias a la pintura moderna. Coges un cuadro pintado por un chimpancé con parkinson, lo dejas en tu casa y no es más que eso: un cuadro pintado por un chimpancé con parkinson. Sin embargo, lo cuelgas en una galería de arte, le pones un precio de 20.000 euros para arriba y colocas a cada lado a un “moderno” con gafas de pasta haciéndose pajas sobre “la simbiótica relación entre potencias cromáticas en tanto que metalenguaje revelador de las sinuosidades más profundas del alma”… y a la mayor parte de los idiotas que desfilan por delante les parece aquello una obra de arte. Pues el señor Adriá hace lo mismo. Cocina platos como la espuma de zanahoria, los canutillos de aceituna o el no-sé-qué-coño con nitrógeno líquido, mete unas clavadas por ellos que ríete tú del kilo de angulas y a ver quién le niega el título de mejor cocinero del mundo.

El que suscribe ha tenido el dudoso placer de probar, por ejemplo, su famosa “tortilla de patatas deconstruida” o “tortilla del siglo XXI”, una especie de líquido amarillento con tropezones negruzcos que se degusta en copa de cava y con una cucharilla de mango largo. A simple vista, cuanto te lo sirven, parece como si el camarero acabara de potar las natillas del almuerzo en el primer recipiente que tenía a mano. El caso es que el mejunje en cuestión sabe a tortilla de patatas. ¿Por qué “deconstruirla” entonces? (hasta el corrector del ordenador, consciente de la gilipollez del asunto, me cambia “deconstruir” por “reconstruir”). Es más: preparas una tortilla de patatas en tu casa, la colocas encima de una mesa, la emprendes a martillazos con ella y el resultado, si no igual, se le parece bastante, con la ventaja de costar unas 20 veces menos.

Lo curioso es que deconstruir tortillas de patatas, además de hacerle a uno multimillonario y famoso, le otorga determinados derechos. Sirva esta bella anécdota como cierre de una entrada breve pero contundente cual croqueta de cocido: servidor de ustedes quedó un día en un sitio megapijo de Madrid, en el que es obligado el uso de corbata, con una de sus responsables de eventos. Tenía la sola intención de ver una sala para un posible banquete. Es decir: llegar, subir unas escaleras, asomarme a un cuartucho repolludo y pirarme. Lógicamente, en plena ola de calor y para lo que prometía ser una cortísima estancia, pasé de ponerme tan incómoda prenda al cuello. La invididua me lo reciminó, pero tuve la inmensa fortuna de que en esos momentos pasara junto a ambos el mejor cocinero del mundo, también sin corbata. Alcé los brazos y di gracias a Dios por aquella inesperada posibilidad de ponerme farruco con una cretina (que no Farruquito, aunque la hubiera atropellado a con sumo gusto): “Me parece muy bien lo que me estás diciendo, pero espero que se lo repitas palabra por palabra a ese señor”. Adriá se largó sin su charla y la mía, evidentemente, cesó.

miércoles, 13 de junio de 2007

Personajes insultantes

Tras la entrada sobre series estadounidenses, una sobre las españolas. Como en este caso es mucho más fácil recordar producciones malas, me resulta más entretenido desvariar sobre sus personajes más insultantes.

- “Gasofa”, en “Lleno, por favor”.
Sin duda, el número 1 del ranking. Micky Molina, abominable actor, encarnaba a “Gasofa”, dependiente de una gasolinera -comandada por Alfredo Landa- sobre la que pivotaban las desquiciadas tramas de este engendro televisivo. Estereotipo del chuleta macarra de buen corazón, daban ganas de rociarlo con gasolina y prenderle fuego cada vez que abría la boca.

- “Chusky,” en “Periodistas”.
Otro chuleta de barrio reconvertido en ser entrañable. Trabajaba en la redacción como chico para todo tras ser sacado del arroyo por Luis, el único redactor jefe de Local con despacho y secretaria propios de España. En agradecimiento, “Chusky” se follaba a su hija adolescente. Eso es un amigo y lo demás son tonterías. No recuerdo bien cómo acababa el asunto, pero sí que este personaje con nombre de perro y un permanente pañuelito macarrónico al cuello -demasiado poco apretado- era ascendido con el transcurrir de la serie a soplón oficial: le ponían mesa propia y un escáner para pillar la emisora de la Policía.

- El sargento Romerales, en “Farmacia de guardia”.
Este policía municipal cascarrabias pero -sí, ¡otra vez!- entrañable iba siempre acompañado por esa actriz cuyo nombre no recuerdo pero que salía también en “Verano azul” y que se parece un huevo a Maria Jesús la del acordeón. Su gran aportación a la serie se producía cada vez que intentaba entrar en la farmacia, equivocándose al tirar de la puerta, graciosísimo momento que se veía potenciado cuando el resto de los personajes gritaba a coro: “¡Hacia dentro, Romerales!”. Intento acordarme también de una de las ayudantes de Concha Cuetos, cuyo timbre de voz y anormalidad patente generaban unas irrefrenables impulsos de estrangularla con el aparato para tomar la tensión, pero no consigo ni visualizar su cara, demostración evidente de la capacidad del cerebro para eliminar excrecencias.

- Ana Obregón, en cualquiera de sus series.
Sin necesidad de comentarios.

- Chechu, el abuelo y la Juani, en “Médico de familia”.
Aunque todos los personajes de esta serie hacían que el término genocidio adquiriera un sentido positivo, los tres mencionados se imponían sobre la cochambre general. Chechu era el hijo mediano de Emilio Aragón, un niño asqueroso cuya gran labor existencial consistía en beber leche Puleva en los desayunos, procurando que los espectadores vieran bien la marca (“product placement” le llaman a esta sutil estrategia los entendidos en marketing). El abuelo debería haber muerto en la guerra civil, pero seguía vivito y porculeando, hablando a sus familiares en un tono tan paternalista y arrastravocales (“Miraaaaaa, Chechuuuu, lo que le pasa a tu padreeeee…”) que no se entiende cómo estos no lo ingresaban en el asilo más ilegal. ¿Y qué decir de la Juani? Otro estreotipo: la chacha andaluza, malhumorada pero “mu” buena gente. Sus peinetas imposibles, sus mandiles del Pryca, su tono de voz –tres veces por encima del umbral de tolerancia del oído humano-, su estrechez cuando su novio, el Poli -otro que tal-, intentaba darle un simple beso en la cocina… todo en ella invitaba al asesinato.

- Arturo Fernández as himself.
O sea, Arturo Fernández en todas las series que protagoniza, porque haga de empresario, de cura, de playboy o de cantante de boleros, este hombre siempre se interpreta a sí mismo y se dirige con el aborrecible “chatina” a cuanto personaje femenino le pongan delante.

- “Quique”, en “Verano azul”.
¿Por qué tuvo que morir Chanquete y no él? Aunque dudo que sepáis de quién os hablo, porque es el personaje más olvidado de la historia de la televisión. Todo el mundo se acuerda de Javi, el mayor chulito; de Pancho, el chico del pueblo; de Bea, la tipa con la que éste arrimaba cebolleta en una mítica escena a lomos de un caballo; de Desi, la feúcha con problemas de autoestima; de Tito, el pequeño “salao”, y, por supuesto, de Piraña, el gordito que sudaba como un cerdo pedaleando por las cuestas de Nerja… ¿pero qué pasa con el séptimo en discordia? Pues que no hizo nada en toda la serie para merecerse el recuerdo del espectador. El papel de este auténtico perdedor consistía, sencillamente, en “to be”, es decir, ser y estar. Prueba de su inanidad es la práctica inexistencia de fotos suyas en internet. La que ilustra esta entrada es la única que he encontrado vía google, y encima con un humillante montaje "antes y después", en el que curiosamente sale ganando el "antes".

lunes, 4 de junio de 2007

Aquellas ¿maravillosas? series

Alguna vez he oído a gente de mi generación que ya no se hacen series de televisión como las de antes. Por supuesto que no: las de ahora son mil veces mejores. Donde estén “Los Soprano”, “Weeds”, “A dos metros bajo tierra”, “Roma” y producciones similares -sobre todo de Santa HBO-, que se quite cualquier otra. Si los treintañeros añoramos las que emitían en nuestra infancia es por una simple cuestión de nostalgia. Porque a ver quién es el guapo que se tragaría ahora una temporada completa de alguna de las siguientes, por poner cuatro ejemplos:

- “El equipo A”.
Un puto listo fumapuros, un loco sin -a diferencia de otros lunáticos televisivos o cinematográficos- la menor gracia, un chuloplayas de Benidorm y un forzudo negro con más oro en el cuello que la selección española de baloncesto. Estos cuatro impresentables componían “El equipo A”, una supuesta banda mercenaria que más parecía una ONG, porque jamás cobraba a quienes la contrataban. Lo curioso es que, siendo repulsivos sus integrantes, las aventuras del conjunto resultaran tan entretenidas, aunque sólo fuera para comprobar cómo hacían los guionistas en cada capítulo para que no muriera nadie. Ya podían disparar a un coche con un bazoka y hacerlo saltar por los aires que, tras aterrizar y dar siete vueltas de campana, los malos salían sacudiéndose el polvo de los pantalones. Eso sí, agotados para continuar la lucha. En cualquier caso, aun siendo un niño entregado, cada vez que Aníbal se llevaba el puro a la boca y decía aquello de “Me gusta que los planes salgan bien” (plan que, como mucho, había consistido en pintar cuatro flechas en una pizarra), me daban ganas de descuartizarlo. El capítulo más friki: uno en el que salía Boy George cantando “Do you really want to hurt me” (¿acaso tenía más canciones Culture Club?).

- “El coche fantástico”.
David Hasselhof en plena efervescencia juvenil antes de competir en tetas con Pamela Anderson y en beber con Charles Bukowski. Otro al que daban ganas de estrangular según aparecía en pantalla enfundado en esa ropa de cuero siete tallas más pequeña, pegando grititos cuando Kit saltaba sobre el coche de los malos y hablando por un reloj recién comprado en el Pryca. El mejor era el jefe, un tal Debon que perdía más aceite que todos los vehículos de la serie juntos. Su especialidad era dar una orden a Michael para que éste se la pasara por el forro, incumpliéndola sistemáticamente. Y claro, si al final siempre ganaba Michael, ¿para qué coño servía Debon? Pues para viajar por todo Estados Unidos dentro de un camión hortera, acompañado de la buenorra de turno (que tampoco era para tanto, pero a esa edad nos ponía hasta la abeja Maya). El capítulo más friki: uno -o varios, no recuerdo- en que a Kit le salía un alter ego malvado. Las caras de conflicto interior de Michael/David Hasselhof eran impagables.

- “V”.
Cágate, lorito. O lagartito. Porque no otra cosa resultaban ser los inicialmente amistosos invasores del espacio: unos lagartos asquerosos que comían roedores como el que se harta de pipas. El protagonista era, en esta ocasión, un cámara de televisión que, de buenas a primeras, sabía varias artes marciales, pilotar helicópteros y disparar lanzacohetes. Junto a él, la protagonista, una rubita medio lela a la que daba mil vueltas la mala, una tal Diana que se relamía eróticamente los labios, la muy guarrona, tras la ingesta de cada ratoncito. Por lo demás, efectos especiales marca ACME y tramas disparatadas. Si se sometiera a votación el capítulo más friki, saldría elegido el del nacimiento del hijo que tenían una humana y un lagarto, encarnado por el mismo actor que hacía de Freddy Krueger, pero a mí me impactó más otro: uno en el que una cadena de televisión conectaba con su corresponsal en España, que contaba cómo un líder patrio había proclamado la revolución contra los invasores extraterrestres al grito de “España para los españoles”, lo cual hoy resultaría políticamente incorrecto a más no poder.

- “Corrupción en Miami”.
Un par de policías, cuya vestimenta se adelanta en 20 años a la de Beckham o Guti, recorre Miami a la caza de camellos, proxenetas y viciosos de toda índole. Su jefe, el teniente Castillo, no sonríe jamás por mucho que bromeen con él Sonny y Ricardo Tubbs, quienes, por otra parte, no tienen ni puta gracia. Porque aquello no era ni una comedia, ni una de polis, ni una de aventuras, ni un drama… ¿Qué coño era? Una especie de videoclip con una dirección artística que ya la quisiera para sí el escaparatista de Bershka. El capítulo más friki: el de la muerte de Ricardo, con ese pedazo de actor, Don Johnson, paseando sus penas por la playa, descalzo y cabizbajo, cual mezcla entre Julio Iglesias y uno de esos tipos que van de público a los programas de teletienda estadounidenses.

lunes, 28 de mayo de 2007

El político del día

En España, acaban las elecciones y comienzan las erecciones, es decir, las pajas mentales de los partidos políticos para demostrarnos que han ganado todos (salvo Simancas y Sebastián, que lo suyo no lo salva ni el mismísimo Onán). Como las declaraciones de esta chusma no tienen el menor interés, pienso en otra erección: la que ha debido de lucir el cadáver de Toshikatsu Matsuoka, que ya se sabe que todos los ahorcados mueren empalmados.

¿Que quién es este hombre? Pues, a mi juicio, el político del día: el (ya ex) ministro de Agricultura japonés, al que han encontrado colgando de una cuerda antes de una sesión del Senado de su país en la que debía declarar por supuesta malversación de fondos públicos. En concreto, según elmundo.es, “ha sido acusado de aceptar donaciones por parte de empresarios que optaban a proyectos públicos dependientes de su departamento y de no dar una explicación clara de elevadas partidas presupuestarias de su Ministerio”. Así que, en plena resaca postelectoral y en esta vorágine de triunfalismos y sesudos análisis de tertulianos y otros animales, me he descubierto a mí mismo más interesado en la política de Japón. La reflexión me ha resultado inevitable: ¿te imaginas que todos los consejeros y concejales españoles que aceptan “donaciones” de constructores y promotores siguieran el ejemplo del señor Matsuoka? No quedaba ni el Tato, ese amigo de Rajoy al que tanto gusta de referirse.

Por desgracia, las posibilidades de que ocurra algo así son ínfimas. Si nuestros políticos no dimiten ni aunque quintupliquen sospechosamente su patrimonio en cuatro años de mandato, ¿cómo pretender que se suiciden? A lo mejor es que no se lo ponemos fácil. En la antigua Roma, por remontarnos a nuestros sabios ancestros culturales, a los altos cargos pillados con las manos en la masa se les ofrecía la salida honrosa de acabar con su propia vida, en vez de a manos del verdugo o el centurión de turno. Y, si no tenían espada, se les prestaba una.

Combinando este ejemplo con el del ministro nipón, propongo la instalación de una horca en el despacho oficial de todos los consejeros y concejales que van a tomar posesión en los próximas días. Así, si les pillan y se les pasa por la cabeza la posibilidad de colgarse, podrán hacerlo en el momento, sin tiempo para arrepentirse. Esta sugerencia conlleva, además, la creación de puestos de trabajo, ya que un cuerpo de funcionarios especializados velaría por la colocación, mantenimiento y supervisión de las horcas. Está por ver si tales competencias se centralizarían a nivel estatal o se transferirían a las comunidades autónomas (en cuyo caso, en Cataluña sólo podrían ejercer el nuevo cargo de "hanging monitor" quienes tuvieran el título 3 de catalán hablado y escrito).

El problema, imagino, vendrá por otro lado. Pasados los comicios, terminará la fascinante guerra mediática por desvelar los casos de corrupción del oponente y minimizar los propios. Entretanto, maletín mediante, la costa española seguirá enladrillándose hasta que el cambio climático ponga las cosas en su sitio y quienes hoy acuden al reclamo de la primera línea de playa se sorprendan veraneando en segundo nivel bajo el agua.

P.D.: Si, en vez de colgarlos, a todos estos corruptos, especuladores y -en expresión de su santo patrón, Jesús Gil- "babiosos" los crucificaran como al final de la película "Espartaco", uno detrás de otro a un lado de la carretera, ¿hasta dónde llegaría la fila?

miércoles, 23 de mayo de 2007

La madre de todas las fobias

Se me pueden tocar los webs de muchas formas, pero, si alguien quiere verme perder los papeles de verdad, no tiene más que soltarme expresiones del tipo “el trabajo te realiza como persona”, “si no trabajaras, te aburrirías”, “qué satisfacción da el trabajo bien hecho” (como si a alguien le pagaran por hacerlo mal) y similares, porque mi gran fobia, mi FOBIA en mayúsculas y con todas las letras, es, precisamente, el trabajo, el dedicar imperativamente ocho horas diarias, de lunes a viernes y hasta que cumpla los 60 y pico, a algo que me aburre soberanamente, no me realiza y, por supuesto, ni por asomo me satisface.

Si, de aquí al día de mi muerte, no hiciera más que todas las cosas que me he propuesto antes de palmarla, ya no me daría tiempo, con lo que cada hora de trabajo me des-realiza, pues es una hora menos para tantos placeres, inquietudes y ocurrencias que sí me llenan como persona (bien pensado, lo de “realizar” queda más pedante que Juan Manuel de Prada en un congreso de semiótica). Y eso que laboralmente no puedo quejarme: no me levanto todos los días a las cinco de la mañana para jugármela en una mina, ni me hago cientos de kilómetros en un camión, ni me deslomo en una plantación de fresas, sino que me dedico a lo que estudié, cobro un buen sueldo y cumplo mi horario a rajatabla. Pero, aun así, sería infinitamente más feliz sin trabajar.

Uno de los pocos planteamientos razonables que contiene la Biblia es la consideración del trabajo como un castigo divino. Recordemos: Adán y Eva están tan contentos, retozando en pelotas entre los arbustos y dando nombre a los animalitos (debían de tenerle manía al "ornitorrinco", por cierto) y, cuando ella se come la manzana, ¿cuál es la penalización? Ser expulsados del Paraíso y ganarse el pan “con el sudor de su frente”. O sea, currar.

Nuestra propia cultura grecolatina lo deja bien claro. Negocio viene del latín “neg-otium”, es decir, negación del ocio, quedando establecida así, al menos etimológicamente, su superioridad sobre el trabajo. Aunque, claro, nuestros ancestros griegos y latinos tenían esclavos, y así cualquiera. Si me regalaran encadenados a dos seres claramente inferiores, digamos Alfredo Urdaci y María Patiño, los pondría a trabajar para mí y también me pasaría el día filosofando, construyendo coliseos o luciendo palmito en el paso de las Termópilas.

En nuestro mismísimo Siglo de Oro, el trabajo estaba socialmente muy mal visto. Velázquez, para conseguir que le ordenaran caballero de la Orden de Santiago, tuvo que demostrar que no había realizado actividad manual alguna en su vida, que lo suyo era -nunca mejor dicho- por amor al arte. Y anda que no le costó: la cruz de Santiago que luce en “Las meninas” se la pintaron una vez muerto, porque hasta última hora estuvo batallando para que se la concedieran.

Como demostró Max Weber en su “La ética protestante y el espíritu del capitalismo”, toda la culpa es de los putos herejes. En España siempre hemos sido de desayuno tardío, siesta y tertulia y ahora estamos entre los países europeos que más horas echan en la oficina (me parece que, como acostumbran en todo ranking negativo, Portugal y Grecia nos superan), influidos por tanto calvinismo y tanta santificación del trabajo.

En resumidas cuentas, aconsejaría sospechar de todo aquel que diga no trabajar exclusivamente por el dinero. Seguro que oculta alguna perversión extraña. Y si es uno de esos que salen en la tele el día de la lotería de Navidad declarando que, aunque le han tocado sopotocientosmil millones de euros, seguirá trabajando, mi recomendación pasa por el robo y el asesinato con tortura previa, pues resulta evidente que no merece vivir.