martes, 26 de junio de 2007

Expresiones y palabras odiosas (II)

Me cuenta una compañera que el otro día estuvo en Leroy Merlin, un sitio que me prohíbe mi religión, y oyó a un tipo dirigirse a su mujer, novia, pareja, compañera sentimental o como coño se considere a sí misma esta fauna, con el cariñoso apelativo de “Chocho”. Y que la interfecta, lejos de crucificarlo con los primeros tableros contrachapados “córtelos-usted-mismo-haciendo-cola-delante-de-un-mostrador-en-el-que-no-hay-nadie-atendiendo” que tuviera a mano, le siguió el rollo como si tal cosa. Así que heme aquí con una segunda lista de expresiones y palabras odiosas, continuación de la iniciada en abril.

- “Chocho”.
La crucifixión sin tortura previa me parece benevolente para un hombre que se dirige con este apelativo a una mujer. ¿Qué tal someterle a una charla con Sánchez Dragó sobre la metonimia como figura retórica consistente en la denominación de la parte por el todo?

- “Estoy de lunes”.
Pues muy bien. ¿Y? ¿Quieres decir que estás amargado porque se ha acabado el fin de semana y tienes que retomar tu patético trabajo? Pues dilo, hombre, dilo, que hay tiempo. No sé por qué, pero la expresión “estar de lunes” me repatea. En todo caso, sería mucho más conveniente “estar de domingo por la tarde”, en alusión a ese estremecedor momento del fin de semana en el que, de repente, te vuelves consciente de estar atravesando la frágil y tenebrosa frontera que separa la felicidad dominical del sinsentido laboral.

- “El fútbol es así”.
La actividad de once multimillonarios en calzoncillos dándole patadas a un balón frente a otros once multimillonarios en calzoncillos no debería dar para mucho. Sin embargo, llena, a diario, cientos de páginas y de espacios radiofónicos y televisivos. Y claro, las conclusiones a las que acaba conduciendo son tan fascinantes como esa: “el fútbol es así”. Y el tenis asá y el piragüismo acullá, digo yo.

- “Pues, si aquí hace este calor, en Madrid se estarán asando”.
Es una expresión muy madrileña. Mejor dicho, muy de los madrileños que se van de vacaciones a la playa y, comentando las altas temperaturas en ésta, tienen un entrañable recuerdo para aquellos de sus conciudadanos que siguen descornándose en la capital. En otras palabras, “Jódete, que hace un calor infernal y yo estoy en la playita mientras tú curras”.

- Cosillas de curas y el más allá.
Me refiero a todas esas expresiones que utilizan los curas en funerales y entierros para consolar a los familiares del difunto, resumibles básicamente en que "se ha ido a una vida mejor”. Aunque soy ateo, respeto enormemente la religión católica, en tanto que me reconozco parte de, entre otras, su herencia cultural. Pero, !ay, ese estúpido consuelo! El escritor C.S. Lewis -un autor cristiano, por otra parte- escribe en su libro “Una pena en observación”, dedicado a la muerte de su mujer y en el que se basa la película “Tierras de penumbra”, que le resulta imposible creer que su compañera de tantos años no haya sufrido al separarse de él, por muy estupendo que sea su nuevo “hogar”. Cuestión difícil de entender para un cura, supongo, por aquello del celibato. Además, si el otro mundo es mejor que éste, no suicidarse sería de tontos, ¿no?

jueves, 21 de junio de 2007

Deconstruyendo tortillas

Ferrán Adriá es a la gastronomía lo que muchas vanguardias a la pintura moderna. Coges un cuadro pintado por un chimpancé con parkinson, lo dejas en tu casa y no es más que eso: un cuadro pintado por un chimpancé con parkinson. Sin embargo, lo cuelgas en una galería de arte, le pones un precio de 20.000 euros para arriba y colocas a cada lado a un “moderno” con gafas de pasta haciéndose pajas sobre “la simbiótica relación entre potencias cromáticas en tanto que metalenguaje revelador de las sinuosidades más profundas del alma”… y a la mayor parte de los idiotas que desfilan por delante les parece aquello una obra de arte. Pues el señor Adriá hace lo mismo. Cocina platos como la espuma de zanahoria, los canutillos de aceituna o el no-sé-qué-coño con nitrógeno líquido, mete unas clavadas por ellos que ríete tú del kilo de angulas y a ver quién le niega el título de mejor cocinero del mundo.

El que suscribe ha tenido el dudoso placer de probar, por ejemplo, su famosa “tortilla de patatas deconstruida” o “tortilla del siglo XXI”, una especie de líquido amarillento con tropezones negruzcos que se degusta en copa de cava y con una cucharilla de mango largo. A simple vista, cuanto te lo sirven, parece como si el camarero acabara de potar las natillas del almuerzo en el primer recipiente que tenía a mano. El caso es que el mejunje en cuestión sabe a tortilla de patatas. ¿Por qué “deconstruirla” entonces? (hasta el corrector del ordenador, consciente de la gilipollez del asunto, me cambia “deconstruir” por “reconstruir”). Es más: preparas una tortilla de patatas en tu casa, la colocas encima de una mesa, la emprendes a martillazos con ella y el resultado, si no igual, se le parece bastante, con la ventaja de costar unas 20 veces menos.

Lo curioso es que deconstruir tortillas de patatas, además de hacerle a uno multimillonario y famoso, le otorga determinados derechos. Sirva esta bella anécdota como cierre de una entrada breve pero contundente cual croqueta de cocido: servidor de ustedes quedó un día en un sitio megapijo de Madrid, en el que es obligado el uso de corbata, con una de sus responsables de eventos. Tenía la sola intención de ver una sala para un posible banquete. Es decir: llegar, subir unas escaleras, asomarme a un cuartucho repolludo y pirarme. Lógicamente, en plena ola de calor y para lo que prometía ser una cortísima estancia, pasé de ponerme tan incómoda prenda al cuello. La invididua me lo reciminó, pero tuve la inmensa fortuna de que en esos momentos pasara junto a ambos el mejor cocinero del mundo, también sin corbata. Alcé los brazos y di gracias a Dios por aquella inesperada posibilidad de ponerme farruco con una cretina (que no Farruquito, aunque la hubiera atropellado a con sumo gusto): “Me parece muy bien lo que me estás diciendo, pero espero que se lo repitas palabra por palabra a ese señor”. Adriá se largó sin su charla y la mía, evidentemente, cesó.

miércoles, 13 de junio de 2007

Personajes insultantes

Tras la entrada sobre series estadounidenses, una sobre las españolas. Como en este caso es mucho más fácil recordar producciones malas, me resulta más entretenido desvariar sobre sus personajes más insultantes.

- “Gasofa”, en “Lleno, por favor”.
Sin duda, el número 1 del ranking. Micky Molina, abominable actor, encarnaba a “Gasofa”, dependiente de una gasolinera -comandada por Alfredo Landa- sobre la que pivotaban las desquiciadas tramas de este engendro televisivo. Estereotipo del chuleta macarra de buen corazón, daban ganas de rociarlo con gasolina y prenderle fuego cada vez que abría la boca.

- “Chusky,” en “Periodistas”.
Otro chuleta de barrio reconvertido en ser entrañable. Trabajaba en la redacción como chico para todo tras ser sacado del arroyo por Luis, el único redactor jefe de Local con despacho y secretaria propios de España. En agradecimiento, “Chusky” se follaba a su hija adolescente. Eso es un amigo y lo demás son tonterías. No recuerdo bien cómo acababa el asunto, pero sí que este personaje con nombre de perro y un permanente pañuelito macarrónico al cuello -demasiado poco apretado- era ascendido con el transcurrir de la serie a soplón oficial: le ponían mesa propia y un escáner para pillar la emisora de la Policía.

- El sargento Romerales, en “Farmacia de guardia”.
Este policía municipal cascarrabias pero -sí, ¡otra vez!- entrañable iba siempre acompañado por esa actriz cuyo nombre no recuerdo pero que salía también en “Verano azul” y que se parece un huevo a Maria Jesús la del acordeón. Su gran aportación a la serie se producía cada vez que intentaba entrar en la farmacia, equivocándose al tirar de la puerta, graciosísimo momento que se veía potenciado cuando el resto de los personajes gritaba a coro: “¡Hacia dentro, Romerales!”. Intento acordarme también de una de las ayudantes de Concha Cuetos, cuyo timbre de voz y anormalidad patente generaban unas irrefrenables impulsos de estrangularla con el aparato para tomar la tensión, pero no consigo ni visualizar su cara, demostración evidente de la capacidad del cerebro para eliminar excrecencias.

- Ana Obregón, en cualquiera de sus series.
Sin necesidad de comentarios.

- Chechu, el abuelo y la Juani, en “Médico de familia”.
Aunque todos los personajes de esta serie hacían que el término genocidio adquiriera un sentido positivo, los tres mencionados se imponían sobre la cochambre general. Chechu era el hijo mediano de Emilio Aragón, un niño asqueroso cuya gran labor existencial consistía en beber leche Puleva en los desayunos, procurando que los espectadores vieran bien la marca (“product placement” le llaman a esta sutil estrategia los entendidos en marketing). El abuelo debería haber muerto en la guerra civil, pero seguía vivito y porculeando, hablando a sus familiares en un tono tan paternalista y arrastravocales (“Miraaaaaa, Chechuuuu, lo que le pasa a tu padreeeee…”) que no se entiende cómo estos no lo ingresaban en el asilo más ilegal. ¿Y qué decir de la Juani? Otro estreotipo: la chacha andaluza, malhumorada pero “mu” buena gente. Sus peinetas imposibles, sus mandiles del Pryca, su tono de voz –tres veces por encima del umbral de tolerancia del oído humano-, su estrechez cuando su novio, el Poli -otro que tal-, intentaba darle un simple beso en la cocina… todo en ella invitaba al asesinato.

- Arturo Fernández as himself.
O sea, Arturo Fernández en todas las series que protagoniza, porque haga de empresario, de cura, de playboy o de cantante de boleros, este hombre siempre se interpreta a sí mismo y se dirige con el aborrecible “chatina” a cuanto personaje femenino le pongan delante.

- “Quique”, en “Verano azul”.
¿Por qué tuvo que morir Chanquete y no él? Aunque dudo que sepáis de quién os hablo, porque es el personaje más olvidado de la historia de la televisión. Todo el mundo se acuerda de Javi, el mayor chulito; de Pancho, el chico del pueblo; de Bea, la tipa con la que éste arrimaba cebolleta en una mítica escena a lomos de un caballo; de Desi, la feúcha con problemas de autoestima; de Tito, el pequeño “salao”, y, por supuesto, de Piraña, el gordito que sudaba como un cerdo pedaleando por las cuestas de Nerja… ¿pero qué pasa con el séptimo en discordia? Pues que no hizo nada en toda la serie para merecerse el recuerdo del espectador. El papel de este auténtico perdedor consistía, sencillamente, en “to be”, es decir, ser y estar. Prueba de su inanidad es la práctica inexistencia de fotos suyas en internet. La que ilustra esta entrada es la única que he encontrado vía google, y encima con un humillante montaje "antes y después", en el que curiosamente sale ganando el "antes".

lunes, 4 de junio de 2007

Aquellas ¿maravillosas? series

Alguna vez he oído a gente de mi generación que ya no se hacen series de televisión como las de antes. Por supuesto que no: las de ahora son mil veces mejores. Donde estén “Los Soprano”, “Weeds”, “A dos metros bajo tierra”, “Roma” y producciones similares -sobre todo de Santa HBO-, que se quite cualquier otra. Si los treintañeros añoramos las que emitían en nuestra infancia es por una simple cuestión de nostalgia. Porque a ver quién es el guapo que se tragaría ahora una temporada completa de alguna de las siguientes, por poner cuatro ejemplos:

- “El equipo A”.
Un puto listo fumapuros, un loco sin -a diferencia de otros lunáticos televisivos o cinematográficos- la menor gracia, un chuloplayas de Benidorm y un forzudo negro con más oro en el cuello que la selección española de baloncesto. Estos cuatro impresentables componían “El equipo A”, una supuesta banda mercenaria que más parecía una ONG, porque jamás cobraba a quienes la contrataban. Lo curioso es que, siendo repulsivos sus integrantes, las aventuras del conjunto resultaran tan entretenidas, aunque sólo fuera para comprobar cómo hacían los guionistas en cada capítulo para que no muriera nadie. Ya podían disparar a un coche con un bazoka y hacerlo saltar por los aires que, tras aterrizar y dar siete vueltas de campana, los malos salían sacudiéndose el polvo de los pantalones. Eso sí, agotados para continuar la lucha. En cualquier caso, aun siendo un niño entregado, cada vez que Aníbal se llevaba el puro a la boca y decía aquello de “Me gusta que los planes salgan bien” (plan que, como mucho, había consistido en pintar cuatro flechas en una pizarra), me daban ganas de descuartizarlo. El capítulo más friki: uno en el que salía Boy George cantando “Do you really want to hurt me” (¿acaso tenía más canciones Culture Club?).

- “El coche fantástico”.
David Hasselhof en plena efervescencia juvenil antes de competir en tetas con Pamela Anderson y en beber con Charles Bukowski. Otro al que daban ganas de estrangular según aparecía en pantalla enfundado en esa ropa de cuero siete tallas más pequeña, pegando grititos cuando Kit saltaba sobre el coche de los malos y hablando por un reloj recién comprado en el Pryca. El mejor era el jefe, un tal Debon que perdía más aceite que todos los vehículos de la serie juntos. Su especialidad era dar una orden a Michael para que éste se la pasara por el forro, incumpliéndola sistemáticamente. Y claro, si al final siempre ganaba Michael, ¿para qué coño servía Debon? Pues para viajar por todo Estados Unidos dentro de un camión hortera, acompañado de la buenorra de turno (que tampoco era para tanto, pero a esa edad nos ponía hasta la abeja Maya). El capítulo más friki: uno -o varios, no recuerdo- en que a Kit le salía un alter ego malvado. Las caras de conflicto interior de Michael/David Hasselhof eran impagables.

- “V”.
Cágate, lorito. O lagartito. Porque no otra cosa resultaban ser los inicialmente amistosos invasores del espacio: unos lagartos asquerosos que comían roedores como el que se harta de pipas. El protagonista era, en esta ocasión, un cámara de televisión que, de buenas a primeras, sabía varias artes marciales, pilotar helicópteros y disparar lanzacohetes. Junto a él, la protagonista, una rubita medio lela a la que daba mil vueltas la mala, una tal Diana que se relamía eróticamente los labios, la muy guarrona, tras la ingesta de cada ratoncito. Por lo demás, efectos especiales marca ACME y tramas disparatadas. Si se sometiera a votación el capítulo más friki, saldría elegido el del nacimiento del hijo que tenían una humana y un lagarto, encarnado por el mismo actor que hacía de Freddy Krueger, pero a mí me impactó más otro: uno en el que una cadena de televisión conectaba con su corresponsal en España, que contaba cómo un líder patrio había proclamado la revolución contra los invasores extraterrestres al grito de “España para los españoles”, lo cual hoy resultaría políticamente incorrecto a más no poder.

- “Corrupción en Miami”.
Un par de policías, cuya vestimenta se adelanta en 20 años a la de Beckham o Guti, recorre Miami a la caza de camellos, proxenetas y viciosos de toda índole. Su jefe, el teniente Castillo, no sonríe jamás por mucho que bromeen con él Sonny y Ricardo Tubbs, quienes, por otra parte, no tienen ni puta gracia. Porque aquello no era ni una comedia, ni una de polis, ni una de aventuras, ni un drama… ¿Qué coño era? Una especie de videoclip con una dirección artística que ya la quisiera para sí el escaparatista de Bershka. El capítulo más friki: el de la muerte de Ricardo, con ese pedazo de actor, Don Johnson, paseando sus penas por la playa, descalzo y cabizbajo, cual mezcla entre Julio Iglesias y uno de esos tipos que van de público a los programas de teletienda estadounidenses.